La reunión que mañana sostendrán en Washington los presidentes de México y Estados Unidos ocurrirá en un ambiente de incomodidad si no de crisis en la relación entre ambos países. La imparable violencia criminal en México es el centro de la desazón que caracteriza hoy al vínculo diplomático entre los dos países.
Por prudencia o porque su repleta agenda no le permite seguir con puntualidad las relaciones con sus vecinos del sur, Obama no ha exteriorizado su parecer sobre lo que ocurre al sur de la frontera, y cuando lo hace emplea términos convencionales, relativos a la comprensión y apoyo de su gobierno al nuestro. Ha llegado a corregir -indirectamente, sin mencionarla- a su antigua adversaria política, hoy su colaboradora, cuando la señora Hillary Rodham Clinton desliza alguna observación crítica sobre los vecinos del sur. Ella misma, por su parte, oscila en sus expresiones sobre México, a veces poniendo énfasis en la inseguridad, a veces ratificando su confianza y aun admiración al presidente mexicano y a su estrategia contra el crimen organizado.
En cambio, su colega en el gabinete, la secretaria de Seguridad Interior, Janet Napolitano, endulza menos sus juicios sobre sus vecinos más allá del Río Bravo. Sus posiciones sobre ese tema -que llegaron a incluir una fantasía, la de la posible liga de Al Qaeda y Los Zetas- se han endurecido ante el asesinato del agente del ICE Jaime Zapata, a cuyo funeral se dio una dimensión desmesurada, una suerte de escenificación del creciente malestar en altos círculos gubernamentales sobre la libertad con que actúa en México el crimen organizado.
Ciertamente relevante, e inadmisible, la muerte del agente Jaime Zapata adquirió en Estados Unidos una magnitud mucho mayor que la suscitada por alguno de los otros crímenes que privaron de la vida a personas que radicaban o estaban de paseo en México.(…)
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