Se comulgue con él o no, sería una deshonestidad negar que Enrique Peña Nieto es un fenómeno de atracción. Lo pude constatar con el número de lectores de La historia en breve del lunes y martes, que titulé con el nombre y apellido del gobernador del Estado de México. La lectura se multiplica y los comentarios se encienden. Y sé que ocurre lo mismo en otros medios.
Para bien o para mal, la línea de políticos que imantan a las masas de los últimos años en México se traza así: Fox, López Obrador, Peña Nieto. Con los dos primeros pude hablar en sus apogeos. Anoche le pregunté en la televisión a Peña Nieto si no pensaba que le estuviera haciendo daño tanta adulación, porque el domingo, en su quinto informe de gobierno, la gran mayoría de los presentes lo miraba como a Dios. Y él no es Dios.
Quería ver su reflejo, el tamaño de su autoestima pública. Ver si sigue viviendo en la Tierra o, si como Fox y López Obrador, ya comenzó a perderse en la estratósfera. Pero Peña Nieto está muy bien entrenado. Me dijo que no, por supuesto. Insistí, pero se zafó con su discurso de que sólo está en el gobierno del Estado de México, sólo eso le interesa, sólo en eso está concentrado.
Todos sabemos que no es cierto, pero no creo que nadie pueda sacarlo de ese discurso. No lo moví con los sesos y los huevos de López Mateos. Ni con la pregunta sobre la percepción de que es el “candidato de Televisa”. Trae un mapa en la cabeza y no se va a salir de ruta.
Me quedo, pues, con la certeza del tamaño de su rating, enorme. Y con “su momento”. En medio de la adversidad nacional, sólo él parece estar incontrovertiblemente en las páginas de un cuento de hadas político.(…)
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