¿A quiénes puede molestar, enfadar un abrazo, un beso de Javier Sicilia? Me cuesta entender las lanzas que, desde una dudosa lucidez, comienzan a arrojarle algunos. ¿A quiénes ha dañado con sus palabras que no cargan amenazas?
¿Quiénes se ponen nerviosos cuando Sicilia repite que si no se legisla una reforma política que dé más poder a los ciudadanos, las elecciones de 2012 serán las de la ignominia? Podría ser una insensatez, pero no está llamando a quemar las urnas. Y cuando critica el proyecto de reforma de la Ley de Seguridad Nacional, no está incitando a linchar a diputados y senadores ni a apedrear al Ejército.
Luego de entrevistarlo hace unas semanas, Marisa Iglesias me dijo que era, esencialmente, un tipo abrazador. Cierto. Javier es el primer personaje con notoriedad pública en décadas que trata de tejer algo a partir del abrazo de reconciliación. No lo hicieron Cuauhtémoc, Marcos, Fox, López Obrador, Calderón.
Ayer, a propósito de los migrantes centroamericanos, dijo “a la chingada los trámites burocráticos si van contra los seres humanos”. Y tal vez se sintió héroe de la ficción al pedirles que si les hace daño, le avisen.
No es un hombre de Estado, ni creo que le interese serlo. Es, en efecto, la voz de una tribu dolorida. No más, no menos.
En su acercamiento al reino del horror, Javier está haciendo humanamente comprensible para muchos el fenómeno más horripilante que, creo, han vivido millones de mexicanos en generaciones. Y lo hace sin escudarse en el encono.
Con esa heterodoxia, Javier ha traído el espíritu de la reconciliación. Ha traído los abrazos que, aunque en eso queden, cómo hacían falta.
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