Al enterarme de la muerte de Eliseo Alberto me he puesto triste como sólo podía ponerse él. Gran capitán de la tristeza, melancólico juglar, estaba lleno de vida y de muerte. Me he puesto triste con esa tristeza suya que, como dijo él mismo en su último libro, no tenía rebajas.
Recibí la noticia a mitad de una comida en el restorán del hotel Palladium, de Montevideo, por cuyas ventanas entraba una tarde radiante y soleada de invierno. Me pesó como un losa no haberlo visto en los tiempos de su hospitalización y haber pecado del optimismo que él mismo transmitía en sus últimos artículos, donde parecía ir al quirófano como a la fuente de la vida.
Bastará abrir al azar cualquier libro de Eliseo Alberto, o volver a cualquiera de sus artículos publicados aquí en MILENIO, para darse cuenta del tamaño de escritor que hemos perdido.
Era tan llano y tan cálido, tan fácil y entrañablemente próximo, y parecía tan joven, aunque acezara y se moviera con dificultad de viejo, que uno tendía a olvidar que estaba frente a uno de los maestros de la lengua.
Había un fondo melancólico, triste y aún autodestructivo en su manera de descuidar su vida, pero de aquella trastienda pesarosa manaba una limpia y genuina alegría, la alegría de hablar y estar con los otros, la alegría de ejercer los poderes de la lengua y sentirla fluir sin fatiga, risueña y vigorosamente, por el mar de historias y recuerdos que venían feliz e interminablemente a su cabeza.
Tenía una cabeza grande por dentro y por fuera, como todo él, y supongo que no me entenderán mal si digo que había en su vida una admirable anomalía biológica, pues en lugar de cabeza tenía corazón.
Pensaba y veía con el corazón, y era la amplitud de ese recinto lo que convocaba de inmediato la solidaridad y el amor, pues había intacto en su fondo el encanto y la inermidad de un niño nunca derrotado en su candor y su frescura por el mal paso de los años.
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