Me llamó la atención el “vamos a ganar” del ex presidente Ernesto Zedillo en Davos cuando le preguntaron el viernes qué pensaba del futuro de su partido en 2012. No porque sea descabellada la posibilidad de un triunfo priista en esos comicios, sino porque Zedillo no suele hablar de política interna y mucho menos de lo que sucede en el PRI. Es más, a ciencia cierta no sabíamos si el PRI seguía siendo o no su partido.
Con el ex Presidente sucede algo extraño: buena parte del priismo no lo quiere y lo sigue responsabilizando de la derrota en el año 2000. Su ruptura durísima con su antecesor, Carlos Salinas, y las secuelas de la crisis de diciembre de 94, dejaron una huella profunda, que se ahondó aún más con la pérdida (un poco inevitable) de la mayoría absoluta en el Congreso en 1997 y luego con la derrota electoral de 2000. Sin embargo, es quizás el único ex Presidente, probablemente junto con Fox, que puede caminar por la calle, ir a un restaurante y saber qué no va a tener problema con la gente o recibir un desaire. A diferencia de Carlos Salinas de Gortari, que despierta pasiones tan contradictorias que resulta difícil encontrar la objetividad en torno al político y su historia, Zedillo es visto por la gente casi como un Presidente de transición, alguien que jugó su papel y se apartó del poder.
En realidad no fue así. Zedillo jugó políticamente muy fuerte en su sexenio, primero para deslindarse del salinismo y consolidar su grupo. Cambió por lo menos cinco presidentes nacionales del PRI y desconoció, en los hechos, a la 17 Asamblea del partido que muchos percibieron como una rebelión y otros el inicio de una vida priista autónoma del Presidente. I
mpuso candidato a la Presidencia y sinceramente creo que trató de conservar el poder a pesar de lo que sostienen muchos priistas. Pero todo eso tuvo una ausencia de visualización política clara, una intención de marcar ritmos, pero no persistir en ellos. Después de la catástrofe económica de 95, logró recuperar el crecimiento, pero ya sin realizar las reformas que le hubieran permitido tener un verdadero despegue a la economía.
Sin embargo, terminó su sexenio creciendo a 7% (una tasa que no tuvo el país en la década siguiente) y, paradójicamente, cosechó una derrota electoral histórica donde tuvo su mejor gesto político: reconocer esa derrota sin titubeos y sin dejar espacio para cualquier desestabilización posterior. Y eso es lo que recuerda la gente… y los priistas también, pero con un sentimiento encontrado.(…)
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