Uno tiene la sensación de que la violencia en México va rompiendo umbrales, abriendo territorios distintos a los del narcotráfico.
De hecho esta es la hipótesis central del muy citado estudio de Fernando Escalante “La muerte tiene permiso”, del que yo he dado sucesivas versiones en esta página.
La espiral homicida no viene sólo de la violencia asociada al narcotráfico, aunque ella sea la franja mayor, sino también de la ruptura de otros circuitos, cuyas diferencias metemos sin reflexión ni cuidado bajo el paraguas genérico de “crimen organizado”.
Es posible que violencias de otro origen, de una lógica y una causa distintas a las del “crimen organizado”, hayan empezado a darse bajo la coartada general de esta etiqueta.
Quizá el mensaje mayor que emiten los medios cuando hablan de la violencia, no sea la violencia misma, las cifras siempre al alza de los ejecutómetros, las siniestras modalidades de descabezamientos y mutilaciones con que los homicidas proclaman sus muertos, sino la consistente impunidad asociada a estas noticias. Sabemos de crímenes mucho más que de castigos.
El mensaje genérico de impunidad es una invitación a los locos y a los violentos, una reiterada promesa de que pueden proceder a ser violentos con la muy alta probabilidad de no ser castigados.
Y entonces empiezan a saltar en otros circuitos violentos, distintos a los del “crimen organizado”, las “oportunidades” de matar sin consecuencias con cargo a la hipótesis de la “guerra contra el narco” y sus equivalentes.
Los muchachos drogados que matan a la activista Susana Chávez en Ciudad Juárez le cortan la mano para hacer aparecer su crimen como ejecución del “crimen organizado”.
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