Poco después de que fue aprobada la reforma electoral de 2007, un grupo de quince intelectuales, periodistas, artistas, interpusimos un amparo que muchos en el mundo político calificaron como un absurdo, una locura. En los hechos, lo que decíamos en ese esfuerzo, que fue liderado en términos jurídicos por Fabián Aguinaco, es que la reforma constitucional aprobada en el ámbito electoral violaba los principios fundamentales de la Constitución. Entre otros puntos, la prohibición para cualquier ciudadano o institución de poder expresarse libremente, de poder disponer de espacios en radio y televisión para manifestar sus puntos de vista políticos o electorales era, es, una violación a uno de los principios fundacionales de la nación, el de la libertad de expresión.
Se argumentó que el Constituyente no podía violar, por definición, la Constitución. Por supuesto que puede: esa reforma lo hacía, pero si la misma era permitida, el día de mañana ese mismo Constituyente podría, por ejemplo, discriminar por raza, sexo o religión a cualquier ciudadano o grupo social; podría, se trata de una exageración aunque sea válida, declararnos una monarquía hereditaria y, si la tesis es que, por definición, no puede violar la Constitución, todo ello sería válido y legítimo.
Lo cierto es que, luego de un largo proceso, esa demanda de amparo demostró no ser una locura y fue aceptada a debate por la Suprema Corte de Justicia de la Nación y ésta deberá decidir el futuro de la misma. Podría validarla en el fondo del reclamo, anulando total o parcialmente la reforma electoral (lo deseable es que fuera invalidada en el ámbito específico reclamado, el referente a la libertad de expresión, porque si no obligaría a una reconfiguración casi completa de las leyes electorales) o, en la forma, porque en el proceso de aprobación de ese reforma en los congresos estatales se cometieron innumerables irregularidades.
El tema está en la Corte, ya hay una propuesta de resolución en manos de los ministros, para que éstos la estudien, pero en esto el tiempo es fundamental. Ya en las elecciones federales de 2009 pudimos comprobar que, en ese capítulo, la reforma fue un fracaso: una inundación de spots vacíos de contenido que hartaron a la ciudadanía y la alejaron aún más de los partidos, a costos políticos, económicos y fiscales enormes; una ciudadanía impedida de participar; el debate electoral más flojo de nuestra historia democrática. (…)
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