Cayetano Cabrera Esteva y Miguel Ángel Ibarra Jiménez están al borde de la muerte. De hecho, el segundo de ellos regresó de una falla cardiaca que lo hizo desvanecerse el lunes mientras participaba en una rueda de prensa. Informaron en ella de una carta al presidente Felipe Calderón, en que solicitan audiencia para ellos y el comité del Sindicato Mexicano de Electricistas.
De más está anticipar que su pedido será denegado. Se requiere talla de estadista para mirar a los ojos a dos personas que han resuelto llevar hasta el sacrificio de su propia vida la protesta por la extinción de su fuente de trabajo.
Desde que en febrero, en su tardía primera visita a Ciudad Juárez tras los asesinatos de Salvárcar, Calderón fue increpado con ruda fiereza por la madre de dos de las víctimas, el entorno presidencial se ha cerrado. Si los presidentes en general viven lejos de los ciudadanos, a los que ven sólo en escenarios prefabricados, donde el Estado Mayor Presidencial se reserva el derecho de admisión, esa distancia entre el Ejecutivo y los gobernados se ensanchó desde 2006. Priva en Los Pinos una suerte de horror al contacto con quien tenga un reclamo que hacer.
Ante las repetidas solicitudes de los ofendidos por el crimen del 5 de junio de 2009 en Hermosillo, Calderón resolvió recibir con demora a pocos de los afectados. Semejante precaución excluyente se adoptó ayer en el lugar de los hechos. No, qué va: no visitó el predio en que se alzaba la Guardería ABC. Carece del coraje del verdadero gobernante para enfrentar las piezas más crudas de la realidad. Por eso tardó en ir a Ciudad Juárez. Por eso no va a Torreón. Por eso no acudió al sepelio de Rodolfo Torre en Ciudad Victoria, en las vísperas electorales. (…)
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