Hace meses dijimos que el PRI y particularmente el equipo de Enrique Peña Nieto se podrían terminar metiendo en problemas por la estrategia de inmovilismo que habían adoptado. A pesar de la ventaja en las encuestas (en realidad pensando conservarla), ese equipo decidió desde hace meses jugar a la defensiva: no alterar para nada el estado de las cosas, no avanzar en la agenda legislativa, tratar de que todo transcurriera de aquí al primero de julio próximo sin movimientos. Dijimos entonces que era un error y lo que ha sucedido en las últimas semanas lo reafirma.
Peña Nieto sigue estando muy arriba en las encuestas. No moverse, no mostrar qué se quiere construir, cuáles son sus propuestas, no impulsar sus temas en la agenda legislativa, es un error: por supuesto que ni ése ni ningún candidato con posibilidades va a develar todas sus cartas con tanta anticipación, sobre todo cuando aún no se abre siquiera la campaña formal, pero lo que se debería disipar, en el caso del PRI, es el fantasma (real o no, porque todos sabemos que los fantasmas no existen, pero de que los hay, los hay) de un regreso al pasado, visualizado como una forma de gobernar monolítica y autoritaria.
Sinceramente estoy convencido de que, independientemente de quién termine siendo el nuevo inquilino de Los Pinos en diciembre del 2012, no es posible regresar a ese tipo de gobierno: ni la sociedad ni el andamiaje legal lo permiten. Pero en la política, como en la economía, las percepciones son las que muchas veces determinan la realidad. Todavía no puedo entender por qué en el equipo de Peña Nieto se siguen negando a avanzar en la reforma política que se aprobó por unanimidad en el Senado; por qué se sigue insistiendo en imponer una cláusula de gobernabilidad que no tiene posibilidades de salir adelante en el Congreso o por qué se mantienen congeladas reformas imprescindibles en temas de seguridad.(…)
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