Los partidos políticos de México tomaron nota de la peligrosidad de un árbitro electoral autónomo hace ya varios años.
El PRI, con el llamado escándalo de Pemexgate, mediante el cual el Instituto Federal Electoral impuso a ese partido una multa de mil millones de pesos por haber transferido ilegalmente fondos del sindicato petrolero a la campaña presidencial del año 2000.
El PAN le vio los dientes a la institución con el caso correlativo de los Amigos de Fox, un galimatías político y mediático por la triangulación opaca, alegadamente ilícita, de fondos privados a la campaña presidencial de Vicente Fox, también en el año 2000.
El PRD se apartó de toda solidaridad política con el IFE cuando en 2003 no pudo meter a los consejeros que quería como sus representantes, en un momento en que empezaba a ser obvio que la institución electoral comenzaba a ser un espacio de visibles cuotas partidarias.
El PRD refrendó su descalificación cuando su candidato perdió la elección de 2006 por una diferencia mínima y hubo lugar al alegato de que el IFE, donde el PRD no tenía consejeros, se había prestado a hacerle un fraude.
Nunca he entendido la duración del agravio por esas mismas elecciones de parte del PAN. Entiendo la molestia porque el IFE no anunciara la ventaja de su candidato el mismo día de la elección, aunque el propio PAN y los otros partidos habían llegado al acuerdo de que no hubiera resultados si la diferencia era pequeña.
El hecho es que el PAN en el gobierno se fue también contra el árbitro que le había dado la victoria y firmó la reforma constitucional que acabó de capturar esa institución, al punto de tenerla hoy incompleta y calladita, resignada al maltrato que le dan.
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