lunes, 12 de septiembre de 2011

Leo Zuckermann. Juegos de poder. [Golpazo]



Cuenta la historia que un día, en la década de los 50 del siglo pasado, le preguntaron a Mao Tse-Tung cuáles eran las lecciones que había dejado la Revolución Francesa. El líder de la Revolución China contestó: “Todavía es muy temprano para decirlo”. Y eso que ya había pasado más de un siglo y medio desde la Toma de la Bastilla. ¿Qué podemos decir, entonces, a una década de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001?

Podemos recurrir al lugar común. Decir que el mundo cambió. Y tendríamos la razón porque el mundo cambió. Y podríamos enunciar todos los cambios que han ocurrido estos años. Mencionar el fundamentalismo religioso, las guerras, el patriotismo estadunidense, las devastadoras consecuencias económicas, las secuelas de la relación de Estados Unidos con México, etcétera. Pero no lo voy a hacer porque quiero más bien hablar del golpazo que ocurrió ese fatídico día de hace diez años.

Conozco bien el lugar. Viví casi cinco años en Nueva York. Solía visitar el World Trade Center. Debajo de las Torres Gemelas había unas banquitas donde me acostaba para ver la grandeza de estos dos enormes edificios. Una estructura impresionante de más de 400 metros de altura. Dos colosales signos de exclamación, como genialmente los definió Adam Gopnik. Ese día se vinieron abajo. Se los amputaron a Nueva York.

Cuando regresé a la ciudad, que fue mi hogar durante tantos años, el panorama era irreal. Habían desaparecido las dos enormes Torres al final de la isla. Durante el trayecto que me llevó a Manhattan, me resistí a creer que el World Trade Center ya no existía: ni la plaza ni la banquita ni las impresionantes Torres que yo solía contemplar con gran asombro.

Esa vez, la primera en que regresé a Nueva York después de los atentados, caminé desde Canal hacia el sur por West Broadway. Era la ruta que usaba en el pasado porque me gustaba ver cómo iban creciendo las torres conforme uno se iba acercando. Junto al edificio de la Reserva Federal había vallas que obstruían el paso. Todavía estaban removiendo algunos escombros. En alguna de las paredes había fotografías de víctimas, poemas conmemorativos, pequeños altares y muchísimos objetos de corte patriótico, sobre todo banderas y repetidamente la frase “Dios bendiga a América”.

Me dirigí a un observatorio del Ground Zero sobre Liberty Street. Ahí fue donde vi, por primera vez, ese hoyo que más bien parecía la cicatriz de una gran herida. “¡Qué golpazo!”, pensé en voz alta. ¿Cómo fue posible que hubieran destruido, con tal genialidad malévola, una estructura tan impresionante como el World Trade Center, una ciudad vertical entera? (…)

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