lunes, 24 de enero de 2011

[Héctor Aguilar Camín. Día con día] Descreídos




Descubro, por las cifras del censo del INEGI, que pertenezco a una desafiante, o quizá sólo desamparada minoría, el escaso 3.5 de la población que se declara “sin religión”, vale decir: sin fe institucional adscrita a alguna iglesia, acaso sin fe a secas.

Es posible vivir sin fe religiosa, e incluso vivir en un mundo de descreídos, pero el hecho no deja de ser una extravagancia, una elección de vida que la abrumadora mayoría del género humano simplemente no se plantea.

El 88 por ciento de los mexicanos cree en la religión católica, según los primeros resultados del censo 2010, y 8.5 más cree en otras religiones.

No sé cuántos que se declaran sin religión alguna creen en algo equivalente: alguna forma de panteísmo laico, la fe en alguna forma de divinidad cosmológica, algún designio o fuerza ordenadora del mundo natural o espiritual, que suspende o atenúa la afirmación de intemperie y gratuidad de la vida implícita en no creer en nada que esté fuera de nuestra desnuda vida terrenal.

La idea de un mundo sin Dios es, en cierto modo, inhumana. Al menos desde el punto de vista estadístico lo es. Al empezar el siglo XXI quienes no creen absolutamente en nada son una abrumadora minoría.
Aun para ellos vale la pregunta formulada, si recuerdo bien, por Umberto Eco, en su diálogo con un inteligente cardenal italiano: ¿en qué creen los que no creen?

Cuando Bertrand Russell fue llevado a prisión por su actividad pacifista contra la primera guerra, al consignar sus datos, el carcelero le preguntó su religión: “Agnóstico”, respondió Russell. El carcelero lo miró un momento, dejando claro que no había oído nunca esa forma de credo, y a continuación comentó: “No importa la religión, al final todos creemos en el mismo Dios”. (…)

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