viernes, 25 de febrero de 2011

[Miguel Ángel Granados Chapa. Plaza Pública]



A partir de un eficaz trabajo de inteligencia, el Ejército realizó una misión que parecía imposible: dar en un plazo muy breve con los asesinos de Jaime Zapata, el agente de la oficina de inmigración y aduanas (ICE), anticipándose con ello a la averiguación formalmente a cargo de la Procuraduría General de la República pero puesta, en los hechos, en manos de investigadores de agencias norteamericanas enviados la semana pasada a San Luis Potosí.

El gobierno de Washington ha conferido gran relevancia a la muerte del agente Zapata (ultimado en un ataque en que su compañero Víctor Ávila quedó herido). La secretaria de Seguridad interna, Janet Napolitano, reaccionó vivamente ante la noticia y sin empacho de ningún género ofreció que se haría justicia, como si el caso concerniera a las autoridades de su país. Ha reiterado varias veces ese anuncio, más dirigido a la opinión mexicana que a la de su país. En Brownsville, donde Zapata residía habitualmente, los funerales tuvieron carácter multitudinario, con la presencia de cientos de compañeros de las víctimas y la de la propia secretaria y el procurador general de justicia.

El gobierno mexicano quedó, en apariencia según comprobamos ahora, condenado a la impasibilidad. El agente Ávila no declaró ante el Ministerio Público mexicano, sino ante autoridades de Estados Unidos. Un diputado texano ofreció al público la primera información sobre el modo en que se había perpetrado la agresión, que la procuración de justicia aquí ha de haber conocido por los periódicos.

Súbitamente, la Secretaría de la Defensa Nacional ofrece el resultado pronto que nadie esperaba. Más vale que se trate de la culminación de una pesquisa rigurosa, pues va a ser sometida, querámoslo o no, al examen y la supervisión del gobierno estadounidense. (…)

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